Monique

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Las previsiones meteorológicas no eran buenas, tampoco es que tuviese un plan mejor pero siempre es más agradable ver un poco de luz que una mala sombra.
Lyon nunca fue de su agrado, no le seducía  ni la admiración por la belleza de su arquitectura que tanto le comentaban sus clientes, ni la actividad cultural de un barrio multicultural y ecléctico, en el que la decadencia de sus portales motivan a grafiteros a perfeccionar su arte efímero y volátil.

Monique subía cada mañana la empinada cuesta de adoquines donde trabajaba, un humilde restaurante libanés familiar. Su padre, una persona extremadamente firme en sus tradiciones, aunque no tanto en cuanto a la excelencia profesional, mantenía fuertemente arraigado el sentido de la propiedad, tanto del negocio y como de su hija.
Pero Monique tenía sueños. Sueños alimentados por las conversaciones que mantenía con los clientes. Imaginaba la magnitud de la Torre Eiffel, el descaro monetario de Mónaco o incluso el sabor de la trufa blanca del piamonte, ¿cómo será su aroma?.
La curiosidad, esa virtud que produce urticaria a algunos, a ella le transformaba en alguien mejor. Incluso cuando veía a la gente pasar por la puerta del restaurante imaginaba sus vidas, sus rutinas, sus éxitos y fracasos.
Cierto día, aparecieron por la puerta dos extranjeros con gesto cansado, parecían recién llegados de un largo viaje.
Uno de ellos pidió mesa en un francés de acento adulterado. Pidieron un poco de todo y unas limonadas, parecían hambrientos.
Entre comanda y comanda Monique buscaba pistas para descifrar quienes eran, de donde venían, le mataba la curiosidad. Uno de ellos llevaba una credencial colgada del cuello, como si se le hubiese olvidado guardarla. Habían venido al Sirha, una de las mayores ferias de hostelería de Europa, ese evento que siempre miraba de reojo o en el noticiero local. Cuántas veces había soñado ir para ver mundo a través de una vajilla o de las manos de un cocinero.
Dieron buena cuenta de los platos, quizá por pura necesidad o tal vez por el simple hecho  de echarse algo caliente a la boca. En contra de todo pronóstico, comer en una feria puede ser una tarea complicada, más aún si es gastronómica.
Monique sabía que con los dulces habría un cambio radical en las caras. No es fácil pasar de las notas de cansancio al brillo en los ojos que provoca la sorpresa y la ilusión del niño que habita en cuerpo adulto. Si había algo realmente especial en su restaurante eran los dulces que exhibían sin pudor ni decoro en una vitrina. Ella los preparaba cada mañana con la delicadeza de un orfebre.
Entregados a la miel, las almendras y al agua de azahar pidieron la cuenta. Acto seguido el extranjero deslenguado le dejó el dinero y un sobre, haciéndole prometer que no lo abriría hasta que se marchasen.
Monique voló esa noche, le habían dejado un pase VIP para Sirha.
La curiosidad siempre fue un buen comienzo.
Nacho Lurbe
#ontheroad

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