SlowFreeRoad día 2 – Cullera – Oliva

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Domingo 2 de diciembre, 9:00h
Sin haber sonado el despertador y casi sin darnos cuenta, a las 9 ya estábamos listos para caminar. Debió ser fruto de la emoción, el día anterior fue muy intenso y esperábamos, deseábamos que este también lo fuese. Tampoco es que nos hayamos pegado el madrugón del siglo, pero es que no hemos venido a sufrir, eso es para otros.
Con nuestas mochilas en la espalda bajamos a despedirnos de Ricardo, el dueño del Hotel La Reina de Cullera, aunque para nuestra sorpresa no estaba él sino su padre, un hombre con manos curtidas en el campo y mirada cansada, como el que lleva toda una vida cuidando de un patrimonio mientras ve que la sociedad y las leyes que están hechas para unos pocos se lo arrebatan poco a poco.
– ¿No os iréis sin desayunar? – nos pregunta sin darnos opción a responder.
Aún no nos habíamos sentado a la mesa y ya nos traía una jarra de zumo de naranja.
– Son de mi terreno de Montesa, de la variedad navelina. Las tengo que malvender a particulares para sacar algo, porque entre mercadona y los que venden naranjas robadas están los precios por los suelos. Antes las familias que tenían un campito se ganaban la vida, en cambio ahora un campo no da más que problemas, una pena. Tomaréis unas tostadas, ¿no? El aceite también es mío, cosa fina, ya veréis.
Entre bocado y bocado nos fue contando retazos de una vida intensa, que elevó a la máxima categoría el desayuno que tomamos.
– ¿Que le debemos?
– Está todo arreglado, de eso se encarga Juan.
– Pues muchas gracias, ha sido un placer conocerle – dijimos los tres.
Emprendimos nuestro camino con la energía de un buen desayuno y con el corazón estremecido por la lección de un hombre que debería estar disfrutando de una jubilación tranquila y seguía al frente de su negocio y sus campos, ejerciendo de excelente anfitrión a sus huéspedes.
– En marcha, que hoy va a ser un gran día. – dijo FREE

Free desde las alturas.

– ¿Será bonico aixó? – contestó SLOW.

Slow y Road desde contemplando el horizonte desde el castillo de Cullera.

Diez minutos después ya estábamos subiendo hacia el castillo, la idea era subir para contemplar la bahía de Cullera y bajar luego por la ruta del calvari, y así lo hicimos hasta que nos encontramos con Carmen.
Carmen era una mujer que estaba tendiendo la ropa en su terraza, y tras saludarnos empezó a contarnos cosas de su Cullera natal. Por ejemplo que su madre lavaba la ropa al otro lado del rio, teniendo que atravesar todo el pueblo, y que un día hubo un fotógrafo francés que se puso a hacerle fotos. Tan contenta estaba su madre de que la retrataran que se puso a bailar. Muchos años después una amiga de Carmen que estuvo en Paris le trajo una revista que encontró por casualidad y le dijo: Mira quien está aquí. Allí estaba una foto de su madre bailando en el lavadero municipal. Ver para creer.
De ahí bajamos al mercado, lástima que fuese domingo sino habríamos dado una vuelta. Y pusimos rumbo a la estación de trenes. Como habíamos quedado con Evaristo Miralles para comer con él, tuvimos que hacer el trayecto Cullera-Gandía en tren, para coger la vía verde que va e Gandía a Oliva. En ese trayecto, bajo la atenta mirada del Monduver, fuimos comentando las anécdotas.
La verdad que fue una pena no haber tenido más tiempo para callejear por el centro de Gandía, incluso haber llegado por la ruta de la marjal, pero esta vez no podía ser.
Una vez en la vía verde, cambió de nuevo el paisaje, lo que en Cullera fueron las vistas del mar, la ciudad y las montañas a lo lejos, se convirtió en un sendero rodeado de naranjos, una explosión de colorido que iba del verde de las hojas al naranja de la fruta. Es verdad que el tiempo acompañó con un cielo despejado y una temperatura agradable, que transformó este tramo en un dulce paseo, y no solo por las naranjas que nos comimos, ¡¡puro néctar de los dioses!!
Oliva fue vista y no vista, no se si fruto del hambre que empezaba a apoderarse de nosotros o las ganas de reunirnos con nuestro anfitrión del domingo. En la puerta del catering de «el bullit» nos plantamos con la intención de darle una sorpresa a Evaristo, pero la sorpresa nos la llevamos nosotros, no estaba, ¿como iba a estar si era domingo?. Así que le llamamos y vino a recogernos para llevarnos a su caseta en la marjal de Pego. Y empezó la fiesta.
Allí estaban para recibirnos su familia y una mesa de las que quitan el sentido. Eran casi las 4 de la tarde cuando llegamos, con más hambre que Carpanta, nos sentaron, nos agasajaron y dimos buena cuenta del «bull de tonyina», «els embotits tipics», y un arroz, arrozzzzzzz, y de postre «perellons asats» una variedad de manzana desconocida para la mayoría, que asada está deliciosa.

El recibimiento de Evaristo y su familia.

Aún no habíamos hecho la digestión y Evaristo ya nos estaba llevando en coche de ruta por la marjal antes de que anocheciese. Como buen pegolí era conocedor de la historia y los cultivos de esta zona. Fue explicándonos las particularidades del microclima que hay en estos lares por estar entre el mar y las montañas. También nos explicó las propiedades del agua, que eran distintas según la zona. De hecho, al ver el agua clara del río y comentarle que yo tenía los pies hinchados como botas y que pagaría por sumergirlos en ese agua, me dijo que me esperase y me llevaría a un ullal donde el agua era más salada. Allí que fuimos y allí que me senté con el agua hasta las rodillas, extasíado con el paisaje y relajado como si estuviese en el mejor de los «spas».

La marjal de Pego con el Montgó al fondo.

Mientras el sol se iba escondiendo nos dirigimos al pueblo. Impresiona sentir el cariño que le tienen a Evaristo en Pego, aunque no hay que olvidar que allí donde ha ido siempre ha llevado a su pueblo por delante, incluso cuando estuvo en Bruselas compitiendo en el Bocusse D’or representando a España, su corazón estaba con Pego. Él tiene algo que yo calificaría de carisma humilde, es decir, es alguién que contagia entusiasmo sin despegar los pies de su tierra.

Terminada la visita a la marjal y al pueblo, y tras un día agotador, era hora de recogerse. Pensábamos que ya habíamos tenido suficientes experiencias por hoy, pero no, Evaristo se empeñó en prepararnos la cena, y nos dejamos querer. Capellán a la llama, tonyina en ceba, figatells (mi vida no es la misma desde que los probé, ahí queda eso), huevos fritos (hasta las gallinas nos ofrecieron lo mejor), pan del bueno y un par de botellas de Gramona para que las burbujas nos acompañasen en este delirio. Segundo pase, calabaza asada para dar paso a los gintonics, Necesitábamos un digestivo, nuestro cuerpo nos lo pedía y nos entregamos a ello.
Aún no nos habíamos repuesto y como un mago que prepara al público para su mejor truco, se dirigió con diligencia a la estufa de leña, levantó la tapa y como quien no quiere la cosa nos dijo:
– Xiquets, que falta el cochinillo, que se me olvidaba.
¡Había preparado un cohinillo para nosotros!, no pudimos ni probarlo, como estaría nuestro cuerpo. Aún recuerdo el aroma, la piel dorada, los jugos deslizandose por la bandeja, y una lágrima que me cayó por no poder probarlo. Esa imagen me persigue, así que si me estás leyendo Evaristo, que conste que me debes un cochinillo.
Se hicieron las 2 de la madrugada y aunque habíamos empezado a las 9 de la noche se nos hizo corto, las historias que nos contamos entre todos nos hizo viajar por medio planeta, conocer grandes restaurantes y cocineros, fue muy enriquecedor. Recuerdo que salí a tomar el aire, levanté la cabeza y me topé con el cielo con más estrellas que había visto nunca, y no, el alcohol no tuvo nada que ver, era real. Tan real  como la estrella de Evaristo que nos acompañó en esta locura de día que no parecía tener fin y que disfrutamos como niños. ¿Dormir? ya tendremos tiempo a la vuelta.
Nacho Lurbe
UNIPRO ON THE ROAD

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