Las cuatro de la tarde no era una buena hora para ir a comer a un restaurante, pero al avisarle de nuestro retraso, Julio me dijo:
– ¿Donde os van a dar de comer a estas horas?
– En ningún sitio, y menos tan bien como aquí – contesté.
El retraso tenía justificación, el protagonista de la comida, Fernando, acababa de llegar tras un largo viaje, que tuvo un comienzo tardío por unas complicaciones de última hora en su empresa.
Y empezó el festín, empezaron a pasar platos entre nuestras conversaciones. Analizar la artesanía era el leit motiv de esa comida, y para ello nada mejor que rodearme de dos artesanos puristas y defensores del producto artesano, Fernando con sus helados y Jesús con sus panes. La conversación iba cogiendo tono mientras se sucedían los aperitivos, gambitas a la plancha, pescadito frito, tartar de atún, canaillas. No daba tiempo a vaciar los platos, la intensidad de los comentarios subían de tono ralentizando el ritmo de la comida, y al mismo tiempo eso hacía que una cucharada la disfrutásemos sin prisas. Luego dicen que los hombres no somos capaces de hacer dos cosas a la vez, se equivocan, si una de ellas es comer no fallamos.
Devoramos con entusiasmo las historias ajenas igual que lo que nos ofrecía Julio, cada bocado a una palabra suponía un gran aprendizaje, cada sorbo de una idea una recarga de energía.

Fernando empezó a explicar como algunos de los más destacados profesionales de su sector sucumbían a los mandatos de la industria sin pestañear. Artesanos disfrazados. O cómo había discursos que nada tenían que ver con el día a día del que lo hacía. O leyes que parecían redactadas por la misma industria.
Mientras tanto nos fuimos metiendo en harina con el panadero.
-¿ Sabíais que tengo un detector natural de harinas de baja calidad? Soy alérgico al ácido escórbico y en cuanto manipulo una harina acondicionada mi piel reacciona.

Y seguimos conversando. Y las mismas trabas que encontraba el heladero las reconocía Jesús.
Cuando parecía que esto llegaba a su fin, ¡solo los entrantes eran suficientes!, se hizo la luz. El mago Julio convirtió el restaurante en un espectáculo de magia, fue como si estuviésemos en el escenario de un teatro y de repente se apagasen las luces, el público enmudecido y el artista ataviado con su capa negra listo para sorprender. No hubo tiempo para reaccionar, ni escapatoria, estábamos a su merced, como el que acepta su destino.
Un rápido movimiento le situó frente a nosotros y antes de que articulásemos palabra, nos había puesto la paella en la mesa.¡Una paella de conejo y caracoles!, Con una capa tan fina de arroz como el papel de fumar, tan generosa como una voluntaria en una ong.

El silencio apareció sin previo aviso y solo fue roto por el sonido de las cucharas chocando en la paella. Para entonces ya se había incorporado un cuarto personaje a la mesa, otro ser de nombre insólito y pasión desmedida hacia lo gastronómico, Dule. Sólo venía para acompaňarnos en la tertulia.
Con los restos de arroz en la paella, entregados en cuerpo y alma, exhaustos ante el despliegue de comida y alegatos artesanos empezamos a hablar de Valencia, esa bella ciudad empeňada en ser conjunto de continentes sin apenas contenido, más conocida por sus defectos que por sus virtudes, y los de aquí coincidimos en que algo de contenido ya iba emergiendo poco a poco hacia la superficie, un contenido gastronómico liderado por la nueva generación de estrellas invisibles.